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Artículo 3

Artículo 3: SMS


 

SMS

 

Dicen que las empresas de telefonía móvil obtienen ahora un grueso porcentaje de sus dividendos de los “sms” que nos enviamos. Los “sms”, que son unas siglas que significan “short message service”, son esos textos que enviamos pulsando catorce veces una tecla del móvil para que aparezca la letra “b” y así sucesivamente, hasta que el dedo se te cae a pedazos a nada que envíes unos saludos o algunos fragmentos del Quijote. Hay adictos o perversos que lo usan para enviar textos desde el baño –“hey, que estoy aquí”- o desde el andén de enfrente –“mucho retraso, chica”-. Y hay fanáticos del móvil, que tienen discusiones amorosas por “sms”: “ke te he dicho ke no, pesao” y “ke me des una oportunidad” y “ke dejes de acosarme o te mando un virus por el motorola”. Pero, en general, usamos este servicio para informaciones breves y rápidas y para ahorrarnos el coste de una llamada.

Personalmente, no me interesa demasiado el beneficio que las empresas obtienen de los “sms” o el uso que se haga de ellos. Lo que sí me tiene intrigada es cómo van a afectar estos servicios telefónicos y el uso general de Internet a nuestro idioma. No sé qué opinarán los lingüistas, pero a mí me parece curioso observar que tanto en “sms” como en “e-mails”, se ha popularizado decir “ola” en vez de “hola”: “wenas” en lugar de “buenas” y “ke” en vez de “que”. Las tildes, por supuesto, no existen y los signos de puntuación se usan caprichosamente.

En la era de la información y del conocimiento veloz, se ha impuesto un reduccionismo lingüístico que quizás haría las delicias de Robbe-Grillet, pero que a mí me confunde y me cansa. Con tal de ahorrarnos letras, escribimos “k si stás en mad, k mandes msj. 1 bes”. No sé qué dirán los antropólogos del futuro acerca del tamaño de nuestro cerebro cuando recojan los mensajes de texto que nos enviamos, después de la próxima glaciación. Con un poco de suerte, pasaremos a los anales de su historia como una generación de afásicos que se comunicaban por “blableblismo”. Parecerá una fruslería, pero las lenguas se transforman por cuestiones así: por abreviar, por abaratar y por eso que llaman economía lingüística. No quisiera yo vivir en una era del lenguaje tecnológico en la que circuláramos por la calle diciendo “el semaf está roj”. Somos capaces de ahorrar en palabras y de derrochar en gasolina.

 

Marta Santos