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Artículo 4

Artículo 4: La red impune

LA RED IMPUNE

Ha irrumpido en nuestras vidas con una fuerza incontrolada, forzándonos a trastocar de la noche a la mañana todos nuestros esquemas de comunicación. Impregna nuestro trabajo, nuestras relaciones humanas y hasta nuestras conversaciones. Nos impone su lenguaje, su mecánica, sus tiempos y sus plazos. Se infiltra hasta los rincones más recónditos de nuestra intimidad y fomenta formas inéditas e inexploradas de onanismo intelectual y hasta de onanismo a secas, sospecho. Es, a día de hoy, un pura sangre desbocado. Un tren de alta velocidad lanzado a toda máquina sin los correspondientes frenos. Energía nuclear liberada por un misil, que no por una central. Es Internet, “la Red”, ese invento maravilloso del tiempo que vivimos, que tanto bien, o tanto mal, nos sabe hacer.

Internet, aseguran los más avezados navegantes de sus procelosas aguas informáticas, es una puerta abierta a un universo de posibilidades prácticamente ilimitado y absolutamente neutro o neutral desde el punto de vista ético. Es verdad. Lo malo es que no sólo es neutro o neutral, sino impune. Y así, aventurándose por alguno de sus infinitos laberintos (lo cual, dicho sea de paso, cada vez es más sencillo, más rápido y más barato), lo mismo se encuentra un@ con un artículo que escribió hace dos años y que ni siquiera recordaba, que topa con una fotografía manipulada en la cual su cara acompaña a un cuerpo en actitud indescriptible. Y no se puede hacer nada.

Lo mismo accede un@ a las últimas noticias, incluidas las que haya podido generar un@ mism@, que de este modo escapan por completo a cualquier clase de control y posibilidad de seguimiento, que se da de bruces con una “tertulia cibernética” de la que resulta ser involuntari@ protagonista y que alguien, desde el más profundo anonimato, ha iniciado vomitando a la red una sarta de infames obscenidades sobre su persona. Y no se puede hacer nada.

Lo mismo se entera un@ en tiempo real de la cartelera cinematográfica de su ciudad, que se descubre, muy a su pesar, “artista invitado” en una película pornográfica rodada por un pirata introduciendo una cámara oculta en una habitación de hotel. Una película que, para entonces, ya habrá dado la vuelta al mundo. Y no se puede hacer nada, o casi.

Porque, como suele ocurrir con casi todos los avances tecnológicos, la ciencia y no digamos el negocio (e Internet lo es, ¡vaya si lo es!) caminan siempre varios pasos por delante de la legislación, que intenta, a posteriori, poner puertas al nuevo campo. Lo que ocurre es que en este caso la tarea se presenta ardua, dada la magnitud de las escalas contempladas, su alcance prácticamente ilimitado y lo vertiginoso de la velocidad con que cambian todos los marcos de referencia en este terreno. Aquí estamos ante un invento especialmente potente y potencialmente tan maravilloso como perverso, que ofrece a millones de usuarios la posibilidad de satisfacer sus más recónditos pensamientos, vender las mercancías más insospechadas, intercambiar bienes y servicios de todas clases e intercomunicarse en tiempo real a miles de kilómetros de distancia de la manera que consideren oportuna, a través de un soporte cuyos propietarios y / o gestores no se hacen responsables de nada, más que de cobrar los beneficios generados. Aquí estamos ante un “periódico” de alcance planetario y tirada ilimitada, para entendernos, en el cual tienen cabida la calumnia, la injuria, la violación de la intimidad y otras actuaciones aún peores, de manera más o menos sistemática, sin que de ello se derive la menor responsabilidad penal para nadie. Y eso no puede ser.

No se trata de descalificar un medio de comunicación revolucionario, que nos abre un horizonte de posibilidades de desarrollo sin precedentes en la historia de la Humanidad. Sería pueril ignorar el impagable servicio que ya está prestando y puede prestar la Red en tareas tan loables como la educación de población residente en lugares alejados de núcleos urbanos en los cuatro continentes, la difusión de la cultura, la extensión del comercio o incluso el alivio de la soledad de cientos de miles de personas. Todo eso es así y bien está que esos potenciales se desarrollen. Pero simultáneamente hay que exigir al legislador que regule el uso de un instrumento tan peligroso y establezca un marco de actuación en el que la libertad de unos acabe allá donde empieza la de los demás.

Isabel San Sebastián. ABC, 19 de marzo de 2000, p.28.